sábado, 19 de abril de 2025


Muertos sin nombre

El hallazgo de un campo de exterminio en Jalisco ha vuelto a sacudir la conciencia de México. O al menos…

Por: Nosotros Press , En: Códigos de poder Opinión , Día Publicado: 13 marzo, 2025

David Vallejo

El hallazgo de un campo de exterminio en Jalisco ha vuelto a sacudir la conciencia de México. O al menos debería. Porque, paradójicamente, la capacidad de asombro de la sociedad parece haberse erosionado con los años. Nos hemos acostumbrado a las cifras, a los cadáveres sin nombre, a las fosas clandestinas, a los hornos donde se reduce a cenizas la evidencia del horror. Cada nuevo descubrimiento genera indignación momentánea, titulares que escandalizan, pero la rueda sigue girando y la violencia persiste.

Algunas voces han afirmado que México ha tenido más muertos que Ucrania desde que inició la invasión rusa. Eso es falso. La guerra en Ucrania ha cobrado cientos de miles de vidas entre soldados y civiles. Sin embargo, que la comparación sea imprecisa no minimiza el hecho de que el número de muertos en México es alarmante. Lo ha sido desde que, en 2006, Felipe Calderón lanzó una guerra contra el narcotráfico sin la suficiente inteligencia, más allá de una demostración de fuerza como lo evidenciaron los resultados, un caos total. Aquella declaración de guerra convirtió al país en un campo de batalla donde los civiles fueron el daño colateral. El Estado mexicano no venció al crimen organizado; lo multiplicó. La fragmentación de los cárteles desató una guerra interna que llevó la violencia a cada rincón del territorio.

Luego llegó la estrategia de “abrazos, no balazos”, una idea que pudo haber sido bien intencionada, pero cuya ejecución no solo no pacificó al país, sino que permitió que el crimen organizado consolidara su control territorial en muchas regiones. La política de no confrontación otorgó a los cárteles un margen de maniobra sin precedentes. Se convirtieron en autoridades de facto en vastas regiones, con estructuras criminales más sofisticadas, más violentas y más difíciles de erradicar. En fin, las balas no dejaron de sonar.

Hoy, el gobierno federal parece estar en un punto de inflexión. Se perciben señales de un cambio de estrategia en materia de seguridad en la que será fundamental aprender de las lecciones del pasado.

Existen ejemplos de éxito que deberían ser estudiados y replicados como el de la gestión de Marcelo Ebrard como Jefe de Gobierno en la Ciudad de México, hace algunos ayeres. En aquellos años, viajar a la capital, especialmente para los jóvenes foráneos, era casi una misión suicida a los ojos de sus padres. La Ciudad de México tenía fama de ser un territorio hostil, un campo de guerra urbana donde el asalto, el secuestro exprés o la extorsión eran riesgos cotidianos. Antes de partir, las recomendaciones eran interminables: “No tomes taxis en la calle”, “no hables con extraños”, “si te asaltan, no pongas resistencia”, entre muchas otras.

Sin embargo, la realidad cambió drásticamente. La percepción de inseguridad se redujo, así como la violencia. ¿Cómo lo logró Ebrard? Con inteligencia, tecnología y coordinación. Se implementó una estrategia integral de prevención y disuasión, basada en la expansión de la videovigilancia, la profesionalización de la policía y la proximidad con la ciudadanía. La improvisación quedó fuera de la ecuación.

La Ciudad de México pasó de ser un símbolo de miedo a un referente en seguridad urbana en el país. Hoy, cuando México entero se desangra, urge aprender de esos aciertos, escuchar y seguir a los expertos, formar alianzas estratégicas y trabajar con datos en la mano. Hay una oportunidad en el interés de Estados Unidos por combatir el fentanilo y las estructuras criminales transnacionales. Es una causa loable, que México debe aprovechar para fortalecer su propia estrategia de seguridad. Aunque también hay que entender todos los intereses y motivaciones. Washington quizás, no solo busca erradicar el fentanilo por razones humanitarias; también para posicionarse como el actor clave en el mercado emergente del cannabis, que representa una industria multimillonaria a nivel mundial con enorme potencial. La legalización avanza y el control de este mercado será un juego geopolítico de alto nivel. Pero eso es otra historia.

Lo que no puede perderse en esta discusión es el rostro humano de la tragedia. Detrás de cada cifra, de cada fosa clandestina, hay una historia truncada. Cada desaparecido tiene una madre que sigue esperando, una hermana que revisa cada noche su celular con la esperanza de un mensaje que no llega, un hijo que crece con la ausencia como única herencia. No podemos normalizar los campos de exterminio ni la ineficiencia que deja impunes tragedias como la de Debanhi Escobar, un caso entre miles, que debido a su impacto mediático evidenció la falta de profesionalismo de las autoridades locales. Miles de familias siguen buscando a sus desaparecidos sin más apoyo que su propia desesperación.

Como sociedad, tenemos una responsabilidad: exigir. Exigir a las fiscalías, a los cuerpos de seguridad. Exigir justicia, exigir verdad, exigir que la memoria de los muertos pese más que la indiferencia. Porque en el momento en que dejemos de asombrarnos ante la barbarie, habremos perdido no solo la batalla contra la violencia, sino también contra el olvido.

Es fundamental escuchar a los colectivos de búsqueda, a las madres que han convertido su dolor en una causa, a quienes salen a las calles porque las instituciones les han fallado. Su enojo, expresado en marchas, en pintas, en gritos de desesperación, no es gratuito ni irracional; es el eco de una impunidad insoportable. No podemos exigirles calma cuando han perdido todo. Tener empatía no significa justificar la violencia, sino comprender de dónde nace y, sobre todo, actuar para que no sea su única forma de ser escuchados. Un país que olvida a sus muertos está condenado a seguir cavando sus tumbas.

¿Voy bien o me regreso? Nos leemos prontos si la IA y la justicia lo permiten.

Luego de este ejercicio, por esta vez no habrán placeres culposos.

Una rosa para Greis.

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