Metallica: El rugido que no se apaga. Placeres culposos.
Fue en secundaria cuando todo cambió. Cuando algo se rompió por dentro y al mismo tiempo se encendió una llama…

Fue en secundaria cuando todo cambió. Cuando algo se rompió por dentro y al mismo tiempo se encendió una llama que, décadas después, sigue ardiendo. Recuerdo perfectamente el momento: el televisor de mi casa, un programa local de Tampico que se llamaba Number Nine, y ese video que parecía salido de una pesadilla con guitarras eléctricas. Enter Sandman comenzaba con ese riff hipnótico y, de pronto, ya nada era igual.
Tenía la edad justa para dejar de creer en muchas cosas y empezar a buscar algo que me hiciera sentir vivo. Y ahí estaban ellos, sacudiendo el mundo con un sonido que lo mismo dolía que liberaba. Ese fue mi primer encuentro con Metallica, y todavía hoy lo recuerdo con una claridad absurda, como si hubiera ocurrido esta mañana.
El Black Album fue la puerta. La música era pesada, sí, pero también era precisa, poderosa, indomable. Sentí que alguien por fin había traducido en música lo que uno siente cuando está creciendo y no sabe cómo decirlo. Después vino la curiosidad, la necesidad de ir hacia atrás, de saber de dónde venía todo eso. Descubrí entonces los discos anteriores, uno por uno, como quien desentierra una civilización olvidada.
Kill ‘Em All era pura furia adolescente, un manifiesto de velocidad y agresión. Ride the Lightning mostraba una banda que ya empezaba a pensar más allá del golpe inmediato. For Whom the Bell Tolls, Fade to Black, eran épicas, dolorosas y melódicas. Master of Puppets, en cambio, fue otra cosa: una obra maestra, un equilibrio imposible entre brutalidad y perfección. Battery, Sanitarium, y esa canción que hasta la fecha sigue haciendo que se me erice la piel: Master of Puppets.
No existe nada como estar ahí cuando empieza el riff de Master, en vivo, entre miles de personas, con el bajo vibrando en el pecho y todos gritando al mismo tiempo como si el mundo se partiera en dos. Esa energía no la he encontrado en ningún otro lugar. Y puedo decirlo porque he estado ahí, más de una vez. Metallica fue mi primer concierto. Y también ha sido el grupo que más veces he visto en vivo.
Y luego …And Justice for All. El disco más técnico, el más cerebral, el más afilado. Canciones largas, estructuras complejas, letras que hablaban de justicia, guerra, censura, locura. Blackened, One, Harvester of Sorrow. Un bajo apenas audible, pero una atmósfera que todavía hoy parece venida de otro mundo. Un álbum frío, oscuro, absolutamente brillante.
Después vinieron los años difíciles. Muchos los criticaron por Load y Reload, por dejar atrás el sonido más crudo y abrazar una estética más experimental. Pero a mí esos discos también me gustaron. The Outlaw Torn, Bleeding Me, Fixxxer, Until It Sleeps… hay algo profundo y valiente en la propuesta musical.
Luego se atrevieron a grabar con una orquesta, y otra vez el purismo se levantó en armas. A mí S&M me pareció brillante. Escuchar The Call of Ktulu con cuerdas, o No Leaf Clover, fue descubrir otra dimensión de una banda que jamás se conformó con repetir fórmulas.
Y aunque St. Anger fue caótico, desordenado y emocionalmente crudo, también tuvo su verdad. Luego Death Magnetic, con ese regreso a la complejidad, con All Nightmare Long como prueba de que todavía podían morder. Hardwired… to Self-Destruct fue una reafirmación: estaban vivos, eran furiosos, y el tiempo no les había quitado la fuerza. 72 Seasons, ya con todos rondando los 60, fue otra bofetada al escepticismo.
Metallica creció conmigo. O yo crecí con ellos. Mientras la vida seguía su curso, ellos estaban ahí. En los momentos de enojo, en las fiestas, en los viajes, en las derrotas, con mis amigos. Hoy tengo familia, y hay fines de semana en los que, mientras preparo una carne asada, me pongo una camisa de Metallica con la misma convicción con la que antes me ponía mis pantalones rotos para ir a la secundaria. Aunque nunca tuve ni habilidades para tocar instrumentos, ni ritmo, ni voz, sigo disfrutando cantar Enter Sandman mientras tomo una ducha y gritar el “eh-eh!” de James Hetfield, aunque esa canción esté lejos de ser mi favorita.
En esa época, hace más de dos décadas soñaba con tener la caja de Live Shit: Binge & Purge. La veía en casa de mi amigo Marco Ávila como quien observa un objeto sagrado. No tenía los recursos para comprarla, pero el deseo estaba ahí, intacto. Cuando recibí mi primer sueldo, recuerdo con añoranza, como fui por una pizza y luego, directo a mix up, para pedir la caja por catálogo. Cuando por fin llegó la sostuve como se sostiene un trofeo.
A veces la cotidianidad te hace olvidar la magia. La vida adulta arrastra consigo un ruido que todo lo aplasta. Pero hace poco, mi hermano Federico me invitó a verlos en dos conciertos en México. Al final él no pudo ir, pero yo sí. Y en cuanto sonó el primer acorde, supe que todo seguía ahí. La energía. El asombro. La emoción. Cuando Master of Puppets estalló y yo gritaba a todo pulmón como hace veinte años, comprendí que la música, cuando es verdadera, nunca envejece.
Metallica me enseñó que el metal también puede ser emoción pura, que la furia puede tener belleza, que la evolución no es traición y que una guitarra puede ser tan poderosa como una oración. Les han dicho de todo. Que vendieron su alma con el Black Album, que se ablandaron, que se traicionaron. A mí, ese disco me abrió la puerta a un universo que cambió mi vida. Por eso, mientras muchos les reprochan haber sido la banda que llevó el metal a las masas, yo les agradezco.
Los sigo escuchando con la misma emoción. Los sigo cantando. Sigo encontrando en sus canciones algo que me conecta con el adolescente que fui, con el adulto que soy y con el padre que seré por siempre. Metallica no es una banda más en mi vida. Es una parte de mi historia. Y como toda historia verdadera, me seguirá acompañando hasta el último riff.
El playlist con mis canciones favoritas de la banda: Enter Sandman, Master of Puppets, One, Nothing Else Matters, The Unforgiven, Sad But True, For Whom the Bell Tolls, Fade to Black, Seek & Destroy, Battery, Creeping Death, Wherever I May Roam, The Memory Remains, The Day That Never Comes y Hardwired.