La mentira del declive. Placeres culposos.
Durante décadas se ha repetido una narrativa seductora: el imperio estadounidense se desmorona. Que si la deuda pública, que si…

Durante décadas se ha repetido una narrativa seductora: el imperio estadounidense se desmorona. Que si la deuda pública, que si el déficit comercial, que si el ascenso del dragón asiático. Columnistas de catástrofes insisten con entusiasmo casi religioso en que estamos presenciando el final de una era. Pero los hechos, con la terquedad que los caracteriza, insisten en otra dirección.
Lo que ocurre puede no ser una caída, sino una reconfiguración, como lo señalé en una columna reciente: “Harakiri estratégico”. No estamos ante el ocaso del imperio, sino frente a su reinvención estratégica.
El diseño original fue brillante: Estados Unidos innovaba, patentaba, controlaba el sistema financiero global y delegaba la manufactura al resto del planeta. Mientras los demás ensamblaban, Wall Street cosechaba. El dólar operaba como moneda, sí, pero sobre todo como herramienta de poder. Durante más de medio siglo, esa arquitectura sostuvo la hegemonía global con una eficiencia quirúrgica.
Pero China creció y pasó de maquilar ropa a diseñar procesadores, de copiar patentes a imponer estándares, de operar puertos africanos a construir estaciones espaciales. La transformación fue silenciosa, pero profunda. Su expansión dejó de ser meramente comercial para convertirse en un proyecto de rediseño del orden global.
Washington creyó que podía externalizar la producción sin perder el control de la cadena de valor. Que podía seguir endeudándose indefinidamente mientras los bancos centrales del mundo financiaban su modelo de consumo. Durante años, esa lógica funcionó. Hasta que el rival dejó de jugar en la misma liga.
Cuando China dejó de ensamblar y comenzó a competir en los sectores de alto valor agregado, el modelo se fracturó.
Hoy Estados Unidos enfrenta su mayor encrucijada desde Bretton Woods: una deuda monumental, una balanza de pagos deteriorada, y una necesidad innegociable de conservar su rol de potencia dominante. Y como siempre en su historia, cuando la hegemonía peligra, el imperio actúa.
Los aranceles no son una reacción improvisada. Son una jugada deliberada. Un paso dentro de una estrategia mayor para proteger sus industrias, reconfigurar su matriz de consumo, ralentizar el avance chino, y reactivar su economía con instrumentos no convencionales. Es, en realidad, la antesala de una recesión inducida con fines correctivos.
Trump lo entiende, aunque lo articule con el desorden de quien juega ajedrez en una mesa de póker. Hoy anuncia una pausa parcial en los aranceles. Mantiene el castigo a China, pero alivia la presión sobre el resto del mundo. Esto no responde a un gesto de buena voluntad, sino a una operación quirúrgica de reconfiguración de equilibrios: Se trata de aislar a Pekín, disciplinar al resto, y generar una necesidad colectiva de reducir tasas de interés que facilite el reciclaje de deuda interna.
La recesión se convierte en una herramienta, no en un temor. Un mecanismo para volver a tasas bajas, recomprar deuda barata, emitir moneda sin presión inflacionaria y resetear el sistema sin necesidad de colapsarlo.
¿Y la deuda? Aquí entra en juego la alquimia financiera: si logran revalorizar sus reservas de oro, las cifras contables se moverán a favor del Tesoro. Una revaluación prudente equivaldría a setecientos mil millones de dólares, lo suficiente para comprar parte de la deuda circulante y volver a inyectar liquidez con respaldo aparente. No solo es viable. Es brillante.
Mientras tanto, el sistema global sigue operando en dólares. El SWIFT sigue siendo suyo. El arbitraje financiero lo dicta la Reserva Federal. La confianza, ese intangible que mueve los mercados, aún recae en bonos del Tesoro, incluso cuando la retórica apunta a Beijing.
Quienes ven inminente el colapso ignoran un hecho: el dominio no es una fotografía del presente, sino una película de largo plazo. La economía estadounidense conserva su liderazgo en innovación, defensa, biotecnología, inteligencia artificial y energía. Su estructura demográfica es joven comparada con Europa o Japón. Su narrativa cultural aún exporta aspiraciones, no temores.
Pero no todo es fortaleza. El riesgo interno existe. La polarización política, la fatiga institucional, la desigualdad creciente y el descontento de su clase media podrían frenar la ejecución del plan. El pueblo estadounidense puede resistir ajustes durante un tiempo, pero no eternamente.
Tampoco es improbable que algunas potencias regionales decidan coordinar respuestas. Un bloque entre India, Brasil, Rusia y el sudeste asiático, con o sin Europa, podría construir una arquitectura paralela de pagos y financiamiento. La erosión de la hegemonía suele venir por la periferia, no por el centro.
Washington apuesta a que eso no sucederá. Que el “sálvese quien pueda” dominará la escena global. Que ningún país sacrificará su acceso al mercado norteamericano por una alianza que implique costos inmediatos. Que el miedo a la represalia será más fuerte que la tentación de la autonomía.
Y mientras el mundo debate si Estados Unidos va en caída libre, el aparato de inteligencia, defensa, tecnología y finanzas más poderoso del planeta ya está ejecutando la reconfiguración. La jugada es arriesgada. Pero también lo era entrar a la Segunda Guerra Mundial sin estar preparado. O abandonar el patrón oro. O abrir relaciones con China. O invadir Irak. El imperio siempre opera al filo. Pero rara vez sin cálculo.
Lo decía Keynes:
“El verdadero obstáculo no son las ideas nuevas, sino deshacerse de las viejas.”
Quienes afirman que China ya ganó viven atrapados en un presente sin perspectiva. Porque aunque el dragón ruge, el águila aún sabe cómo volar alto… y soplar fuego.
¿Voy bien o me regreso?
Nos leemos pronto, si la IA y los anuncios de los aranceles y sus pausas lo permiten.
🎧 Placeres culposos: Se viene el fin de semana lo nuevo de The Mars Volta.
🌻 Un gran girasol para Greis y Alo.