sábado, 19 de abril de 2025


Censurar el espejo.

Hay temas que dividen de inmediato: los narcocorridos son uno de ellos. Unos defienden su prohibición apelando al bien común,…

Por: Nosotros.Press , En: Códigos de poder Opinión , Día Publicado: 15 abril, 2025

David Vallejo

Hay temas que dividen de inmediato: los narcocorridos son uno de ellos. Unos defienden su prohibición apelando al bien común, otros reclaman libertad de expresión. Pero ambas posturas, tomadas al vuelo, suelen caer en lugares comunes. Lo que nos hace falta no es repetir los argumentos que caben en un tuit o una consigna moral, sino escarbar más hondo: ¿qué significa censurar una expresión cultural? ¿Dónde comienza la responsabilidad del arte y termina su autonomía? ¿Es la apología del crimen un delito cuando se canta, pero no cuando se filma o se escribe? ¿A quién le pertenece la ética cuando el Estado pierde el monopolio de la violencia?

Prohibir los narcocorridos parece, a primera vista, un acto de sentido común: si una canción glorifica a un asesino, incita a la violencia o presume el poder del narco, lo razonable sería silenciarla. Pero esa lógica tropieza con una pregunta esencial: ¿es la función del arte educar o retratar? ¿Expresar o moralizar? La tragedia de nuestra época, decía Nietzsche, es que confundimos los síntomas con las causas. El narcocorrido, en todo caso, no crea la violencia: la canta. La exhibe. La narra desde dentro. A veces con cinismo, otras con estética. A veces con dolor. ¿Es eso un crimen?

Desde la filosofía política, el asunto toca fibras fundamentales. El filósofo John Stuart Mill advertía en Sobre la libertad que el único límite legítimo a la libertad de expresión debía ser la prevención de un daño directo a otros. ¿Causa daño inmediato una canción? ¿O solo incomoda al poder al mostrar el espejo sucio del país? Hannah Arendt, al estudiar los regímenes totalitarios, explicó cómo uno de los primeros actos del poder autoritario era uniformar el pensamiento, censurar lo disonante, castigar lo incómodo. En ese contexto, prohibir un género musical por su contenido es una pendiente resbaladiza: hoy son los corridos, mañana puede ser cualquier crítica disfrazada de canción.

Por otro lado, el argumento de la ética pública tampoco puede ser descartado. No todo lo legal es justo, y no todo lo artístico es inocente. Una sociedad desgarrada por la violencia no puede darse el lujo de normalizar discursos que celebran al verdugo. Como planteaba Aristóteles, la paideia, la formación del carácter cívico, requiere cultivar hábitos virtuosos. ¿Es virtuoso cantar que “el que no carga cuerno, carga con la muerte”? ¿Puede una comunidad defender la dignidad humana cuando sus himnos alaban la traición, el sicariato, la impunidad?

Está el otro rostro de la moneda: el del sociólogo que escucha más que juzga. Los narcocorridos, como los cantares medievales, son crónicas de época. En sus letras hay una épica torcida que refleja lo que el Estado ha dejado de narrar. El corrido existe porque el narco ha llenado los vacíos de poder, de justicia y de sentido. Si la historia la escriben los vencedores, en las regiones capturadas por el crimen organizado, los vencedores ya tienen banda sonora. Y esa realidad, aunque incomode, existe.

Quizá la pregunta más inquietante es: ¿prohibir sirve? ¿O solo empuja el fenómeno a la clandestinidad donde es más atractivo? Kant diría que una ley moral debe ser universalizable: si prohibimos un discurso por su contenido inmoral, ¿debemos prohibir las películas que glorifican a mafiosos, los libros sobre asesinos seriales, los videojuegos donde se gana matando? ¿O solo censuramos lo que huele a rancho y se canta en español porque es más fácil castigar al pueblo que al mercado global?

En última instancia, el dilema es este: si prohibimos los narcocorridos por inmorales, entonces debemos construir un estándar moral público aceptado por todos. Pero si los permitimos sin cuestionarlos, entonces somos cómplices de una cultura que estetiza la violencia. Tal vez la salida esté en la incomodidad: ni prohibir por decreto ni aplaudir por romanticismo, sino exigir al arte profundidad, conciencia y complejidad. Y al Estado, que en lugar de callar canciones, garantice que la justicia no sea un verso lejano.

Los narcocorridos existen porque el país los produce. No como industria, sino como realidad. Y como decía Dostoievski, el arte no salvará al mundo, pero al menos nos obliga a mirarlo a los ojos. Aunque duela. Aunque desafine. Aunque cante lo que nadie quiere oír. Aunque duela, salieron de San Isidro, procedentes de Tijuana, llevaban las llantas del coche…

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