sábado, 19 de abril de 2025


El rock progresivo: La música sin límites. Placeres culposos.

El rock progresivo no fue una moda ni una tendencia pasajera. Fue un desafío a las reglas establecidas, un experimento…

Por: Nosotros.Press , En: Códigos de poder Opinión , Día Publicado: 19 abril, 2025

David Vallejo

El rock progresivo no fue una moda ni una tendencia pasajera. Fue un desafío a las reglas establecidas, un experimento sonoro en el que la música dejó de ser solo entretenimiento y se convirtió en un arte sin fronteras. No es un género que se consuma rápido ni que busque encajar en la radio comercial. Exige paciencia, curiosidad y una apertura total a lo inesperado. Es la música de los inconformes, de los que buscan más.

Pero para mí, el progresivo no llegó en la adolescencia ni formó parte de mi rebeldía juvenil. No fue el sonido que me acompañó en las fiestas ni en las reuniones con amigos. Llegó después, pasados los treinta, cuando uno empieza a mirar hacia adentro con más calma, con menos urgencia. Cuando ya no buscas música para llenar el silencio, sino para habitarlo.

Conocía, como muchos, a Pink Floyd. Wish You Were Here, Comfortably Numb y los álbumes The Wall y The Dark Side of the Moon. Su música ya estaba ahí, como faros conocidos en un mar de guitarras. Pero el verdadero impacto lo provocó Rush. Todo comenzó con Tom Sawyer. Luego leí en una revista especializada que su baterista, Neil Peart, era considerado el mejor del mundo, y que su bajista, Geddy Lee, era una bestia de otro planeta. Le di play al álbum Moving Pictures sin saber que estaba abriendo una puerta que no se cerraría jamás. Primero fue la precisión quirúrgica, la energía, la inteligencia rítmica. Después, lentamente, llegaron las letras. Y entonces ya no había escapatoria.

En los años universitarios, recuerdo a mi amigo Roberto Castro hablando de King Crimson como quien recita una fórmula sagrada, mientras Francisco Montemayor mencionaba y escuchaba a Dream Theater con la fe ciega de quien ha encontrado una religión nueva. Yo escuchaba, curioso, sin adentrarme del todo. El progresivo llegaba a sorbos, en conversaciones sueltas, en recomendaciones, en discos que a veces quedaban olvidados en la mochila.

Y luego, años después, apareció Steven Wilson. No fue una canción. Fue un disco entero: The Raven That Refused to Sing. Lo escuché una noche, con audífonos, solo. Y sentí algo que pocas veces me ha pasado con la música: una especie de suspensión del tiempo. Cada canción era una historia, cada nota estaba colocada con una intención casi espiritual. Era música, sí, pero también era literatura, era cine, era duelo, era belleza.

El progresivo no me acompaña todos los días. No lo escucho mientras manejo ni cuando quiero activarme. Pero hay momentos, esos en los que uno se queda a solas con su mente, en los que solo quiero dejarme llevar. Y entonces suenan los pasajes instrumentales, los compases irregulares, las progresiones armónicas que parecen no querer terminar nunca. Y ahí me quedo.

Pero hablemos del género. Los años sesenta fueron el laboratorio donde todo comenzó a gestarse. Mientras el rock nacía como un grito de rebeldía juvenil, un grupo de músicos sintió que tres acordes y un ritmo simple eran insuficientes. The Beatles, The Beach Boys y Frank Zappa empezaban a jugar con estructuras más complejas y sonidos experimentales. Pero fue en 1969 cuando el primer gran golpe llegó con In the Court of the Crimson King de King Crimson, una obra maestra que definió el espíritu del rock progresivo: largas composiciones, cambios inesperados, una fusión de jazz, música clásica y rock, y una ambición desmedida por ir más allá de los límites.

La década de los setenta fue la era dorada del progresivo. Yes creó universos sonoros inigualables con discos como Close to the Edge y Fragile. Genesis, en su etapa con Peter Gabriel, llevó la teatralidad y la narrativa conceptual a otro nivel con Selling England by the Pound y The Lamb Lies Down on Broadway. Emerson, Lake & Palmer mezcló el rock con la grandiosidad de la música clásica en piezas monumentales como Tarkus y Karn Evil 9. Jethro Tull fusionó el folk con estructuras progresivas en Thick as a Brick. Mientras tanto, Pink Floyd convirtió la experimentación en un fenómeno global con The Dark Side of the Moon, Wish You Were Here y The Wall, álbumes que marcaron a generaciones enteras.

Cada banda tenía un enfoque distinto, pero todas compartían una misma idea: la música debía expandirse, desafiarse a sí misma y nunca repetirse. En Rush, la fuerza del hard rock se combinaba con estructuras progresivas, letras filosóficas y una batería que parecía tocar desde el futuro. Camel construyó atmósferas melancólicas y envolventes. Van der Graaf Generator exploró los rincones más oscuros del progresivo con una intensidad que rozaba la locura.

Pero toda revolución tiene su ocaso. A finales de los setenta y principios de los ochenta, el rock progresivo empezó a perder protagonismo. La industria musical ya no quería álbumes de veinte minutos por canción ni suites divididas en múltiples movimientos. El punk y el new wave trajeron un enfoque más crudo y directo, dejando al progresivo en un segundo plano. Bandas como Genesis y Yes se adaptaron al cambio, simplificando su sonido y logrando éxitos comerciales, pero alejándose de la esencia progresiva que los definió en su auge.

Lejos de desaparecer, el género encontró nuevas formas de reinventarse. En los años ochenta, Marillion rescató la esencia del progresivo clásico y la modernizó con discos como Misplaced Childhood. En los noventa, el metal progresivo tomó la batuta con Dream Theater, fusionando la complejidad del progresivo con la agresividad del metal en discos como Images and Words y Metropolis Pt. 2: Scenes from a Memory. En paralelo, Porcupine Tree, liderado por Steven Wilson, creó un sonido que mezclaba la psicodelia, la melancolía y la potencia progresiva con una maestría única.

El siglo XXI ha sido testigo de un nuevo resurgimiento del progresivo. Haken, Leprous y Riverside han llevado el género a nuevas dimensiones, combinando elementos modernos con la esencia clásica. Tool ha demostrado que el progresivo aún puede llenar estadios con piezas hipnóticas y estructuralmente complejas como Lateralus y Fear Inoculum. Steven Wilson ha llevado su carrera en solitario a niveles sorprendentes con discos como Hand. Cannot. Erase., donde la emoción y la técnica conviven en perfecta armonía.

El rock progresivo sigue vivo porque representa algo más grande que un simple género musical. No es solo música, es una declaración de principios. Es la prueba de que la creatividad no tiene por qué estar limitada por las reglas del mercado. Es una invitación a explorar, a escuchar sin prisas, a perderse en pasajes instrumentales que parecen no tener final y a encontrar historias dentro de cada nota.

No es música para todos. Pero quienes la descubren, raramente regresan a lo convencional. Porque después del progresivo, todo lo demás parece demasiado simple.

Y ahora entiendo por qué. Porque en un mundo que nos bombardea con urgencias, hay algo profundamente valiente en detenerse a escuchar. En dejar que la música se extienda. En permitirse sentir sin prisa. Y en recordar que a veces, los sonidos más poderosos son los que no buscan gustar, sino trascender.

Mi playlist del género:
Another Brick in the Wall (Part II), Pink Floyd; Roundabout, Yes; Tom Sawyer, Rush; Comfortably Numb, Pink Floyd; The Court of the Crimson King, King Crimson; Lucky Man, Emerson, Lake & Palmer; Owner of a Lonely Heart, Yes; Kayleigh, Marillion; Time Flies, Porcupine Tree (Steven Wilson); Pull Me Under, Dream Theater.

Trains de Porcupine Tree para Greis.

Crédito