¡Aguas!
Hace más de una década escribí —casi como un susurro en medio del vendaval de la indiferencia— que el agua…

Hace más de una década escribí —casi como un susurro en medio del vendaval de la indiferencia— que el agua sería uno de los grandes temas y crisis de nuestra generación. No por inspiración divina ni por presunción profética, sino porque los datos ya rugían su advertencia en los informes técnicos, en las grietas de los campos resecos, en el murmullo triste de los ríos menguantes y en las presas que comenzaban a parecerse más a cráteres que a espejos. Hoy, en pleno Día Mundial del Agua, ese vaticinio se ha cumplido. No con el estruendo de una revolución, sino con la sequedad de los cauces vacíos, el crujido de los glaciares moribundos y la indiferencia crónica de un país que ha vivido como si el agua fuese eterna.
El planeta entero vive ya una crisis hídrica global. Más de dos mil millones de personas carecen de acceso seguro a agua potable. Cada día, más de mil niños mueren por enfermedades vinculadas con la falta de agua o su contaminación. Para 2025 —es decir, ahora— más de la mitad de la población mundial vivirá en regiones con estrés hídrico. El cambio climático, la sobreexplotación, la contaminación y la ineficiencia han convertido el agua en un bien más disputado que el petróleo, más escaso que el litio, más frágil que nuestra capacidad para darnos cuenta.
Y si el mundo sufre, México arde. Nuestro país se encuentra entre los más vulnerables al cambio climático y al mismo tiempo entre los más negligentes en su gestión del agua. Las cifras son elocuentes, incómodas, secas. Más del 80% del territorio nacional padece algún grado de sequía. Casi 600 municipios enfrentan escasez crítica. Las presas están a la mitad o menos, el sistema Cutzamala agoniza y la Ciudad de México está en la antesala de convertirse en la primera megaciudad del continente en quedarse sin agua. Hace unos años esto habría sonado a hipérbole. Hoy es diagnóstico.
En el norte del país, la situación es aún más dramática. Compartimos con Estados Unidos la frontera más seca del planeta, donde los acuerdos bilaterales sobre el agua del Río Bravo ya no alcanzan ni para las buenas intenciones. Mientras tanto, nuestros glaciares, que durante siglos funcionaron como los bancos naturales de agua dulce, se están extinguiendo a velocidad de vértigo. De los nueve glaciares que alguna vez tuvo México, solo cuatro persisten. Y los expertos coinciden: su desaparición total ocurrirá en menos de 15 años. Ya no son montañas con hielo. Son epitafios blancos de una civilización que supo escalar volcanes pero no conservar sus cimas.
La agricultura —a la que destinamos más del 70% del agua nacional— sigue operando con métodos arcaicos. El 40% del agua potable se pierde por fugas. Y cada vez que alguien denuncia la sobreexplotación de acuíferos o el uso desproporcionado de industrias extractivas, aparece una montaña de papeles, concesiones y pretextos. Tenemos un sistema legal que permite que unos cuantos se apropien del agua como si fuera un recurso privado, y una burocracia que trata el agua como si fuera solo un trámite.
¿Y entonces qué hacer? Porque esta columna no es para sembrar desesperanza, sino conciencia. Urge una reforma nacional profunda en la gestión del agua. Una que no se limite a buenas intenciones sino que transforme la realidad. Necesitamos invertir en tecnología para la captación de lluvia, el tratamiento y reúso de aguas residuales, la detección de fugas en tiempo real. Necesitamos infraestructura, pero sobre todo, voluntad. La recarga de acuíferos debe dejar de ser un tema para seminarios académicos y convertirse en política de Estado. Las ciudades tienen que capturar lluvia, y cada edificio nuevo debe tener sistemas para almacenarla, como parte de la nueva arquitectura del futuro. Y el campo mexicano, hermoso pero sediento, debe modernizarse con sistemas de riego tecnificado y modelos agrícolas sostenibles, de lo contrario, seguirá devorando lo que ya no existe.
La educación también tiene que cambiar. Nuestros niños deben aprender a valorar el agua desde el kínder, como un elemento sagrado, no como un recurso desechable. Así como se educó a una generación en la lectura, ahora hay que educarla en la sustentabilidad. Pero no basta con la conciencia individual. Se necesita un nuevo pacto nacional por el agua, donde gobiernos, industrias, comunidades y ciudadanos se sienten a la misma mesa, con una sola consigna: el agua no es de nadie, pero es responsabilidad de todos.
También hace falta liderazgo. Decisiones difíciles. Visión de largo plazo. Porque si seguimos con la política del parche y del regateo, el día en que abramos la llave y no salga nada no será una sorpresa. Será la consecuencia predecible de años de simulación. Será el colapso silencioso que muchos anunciamos y pocos quisieron escuchar.
Este no es un apocalipsis de película. No hay música dramática. Solo un goteo constante que se va apagando.
El agua no se acaba. La acabamos nosotros. Y aún estamos a tiempo de hacer que regrese.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA o la sequía lo permite.
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