sábado, 19 de abril de 2025


Imaginemos Odense

Hay ciudades que resurgen del fuego. Otras, del frío. Algunas florecen con petróleo, otras con puertos, otras con talento. Y…

Por: Nosotros.Press , En: Códigos de poder Opinión , Día Publicado: 8 abril, 2025

David Vallejo

Hay ciudades que resurgen del fuego. Otras, del frío. Algunas florecen con petróleo, otras con puertos, otras con talento. Y hay una, pequeña, casi tímida, que lo hizo con ideas. Odense, en Dinamarca, fue durante años una ciudad portuaria con historia vikinga, astilleros industriales y un perfil modesto. Allí nació Hans Christian Andersen, lo que le daba un aire romántico, literario, casi detenido en el tiempo. Pero el tiempo avanza. Y cuando el siglo XX comenzó a ceder su espacio a la automatización, el acero dejó de ser negocio, las grúas se oxidaron y los barcos dejaron de fabricarse. El futuro parecía arrastrar a Odense hacia la irrelevancia.

Pero alguien, en algún despacho frío de gobierno, en una sala de universidad, en una mesa de café compartida entre ingenieros, tuvo la osadía de hacerse la pregunta correcta: ¿y si en vez de producir barcos comenzamos a producir inteligencia mecánica? ¿Y si en vez de buscar atraer industrias, creamos las nuestras? Así nació la Odense del futuro, no como un proyecto improvisado, sino como una estrategia de Estado que entendió que el conocimiento es el nuevo acero y que el talento, cuando se cultiva con política pública, se vuelve combustible para transformar el destino de una ciudad.

La Universidad del Sur de Dinamarca fue el punto de partida. Allí se comenzó a invertir, sin grandes discursos, en carreras técnicas, en mecatrónica, en automatización. Pero la universidad no caminó sola. El gobierno local diseñó una política inteligente: financiamiento inicial para startups tecnológicas, incentivos fiscales a las empresas que invirtieran en desarrollo robótico, acceso a laboratorios públicos para quienes tuvieran ideas, y algo aún más valioso: confianza institucional. Las empresas se sentaron a la mesa con los académicos. El municipio destinó recursos para crear un clúster real, sin simulaciones. El Estado ofreció fondos de capital semilla. Se impulsaron concursos de innovación, mentorías, ferias tecnológicas. Y cuando Universal Robots, la startup de tres ingenieros, logró posicionar sus primeros cobots —esos pequeños robots que no reemplazan humanos, sino que trabajan con ellos—, el ecosistema comenzó a brillar.

Odense Robotics surgió como un tejido vivo de más de 300 empresas que se retroalimentan, colaboran y compiten. Hay empresas que diseñan sensores, otras que hacen brazos robóticos, otras que desarrollan algoritmos para movimientos precisos, y otras que capacitan a los futuros operadores. Las oficinas municipales promueven este ecosistema y también lo habitan. Se han integrado políticas que garantizan que los egresados de las carreras técnicas encuentren trabajo, que las ideas brillantes accedan a financiamiento, que los errores no sean castigados con burocracia. Se apostó por una cultura donde fallar representa una etapa del camino, donde el riesgo forma parte del trayecto.

El resultado está a la vista. Odense, con apenas 200 mil habitantes, se ha convertido en uno de los polos más potentes de robótica en Europa. El nivel de vida es alto, los salarios competitivos, y el equilibrio entre tecnología y bienestar parece salido de una utopía nórdica. Las calles conservan su encanto danés, pero tras las fachadas antiguas se esconden laboratorios de vanguardia, centros de simulación, foros internacionales, startups que dialogan con universidades de Singapur, Japón, Alemania y California.

Todo esto en una ciudad que carecía de litio, de grandes yacimientos, de capitales desbordantes. Tenía frío, sí. Tenía historia. Tenía voluntad. Y tenía un Estado que creyó en el conocimiento como eje de desarrollo. Sin discursos vacíos, sin promesas absurdas, sin esperar milagros. Trabajando. Invirtiendo. Planeando a veinte años, sin limitarse a los ciclos sexenales. Dejando que la inteligencia colectiva reemplace a la improvisación.

Y entonces, la pregunta inevitable: ¿por qué México, con su talento, con su juventud brillante, con sus ingenieros ganadores de concursos internacionales, con sus universidades politécnicas, con su hambre de futuro, aún no ha creado su Odense? ¿Qué hace falta?

Hace falta decisión para alinear el deseo político con la estrategia educativa. Hace falta construir confianza entre el Estado, la universidad y el empresario. Hace falta entender que el verdadero desarrollo se diseña. Que no se trata de copiar a Dinamarca, sino de aprender de su audacia. Tomar una ciudad mediana del sur, del Bajío, del norte, con buenas universidades, con vocación tecnológica, y sembrar ahí el futuro. Invertir en centros de prototipado. Crear una agencia nacional de robótica aplicada. Impulsar capital de riesgo regional. Vincular a las escuelas técnicas con las demandas del mañana. Hacer de la innovación un proyecto de país.

Odense representa una ciudad que decidió pensar distinto. Y México tiene todo para hacerlo mejor. Solo hace falta que alguien, desde una oficina, desde una universidad, desde una conversación entre amigos brillantes, vuelva a hacerse la pregunta correcta.

¿Voy bien o me regreso? Nos leemos muy pronto si la IA lo permite.

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