Mentira verdadera…verdad artificial. Placeres culposos.
Hace unas semanas, publiqué una columna influida por una nota de El País que, como tantos textos que atraviesan nuestra…

Hace unas semanas, publiqué una columna influida por una nota de El País que, como tantos textos que atraviesan nuestra retina en esta época de vértigo digital, parecía al principio solo una curiosidad… hasta que comenzó a sonar en mi cabeza como una melodía que uno no logra distinguir si pertenece al sueño o a la pesadilla.
El artículo hablaba de la hipnocracia, concepto intrigante atribuido a un supuesto filósofo hongkonés llamado Jianwei Xun. El término designaba una nueva forma de poder: no una que domina mediante látigos o uniformes, sino con pantallas. Con notificaciones. Con historias efímeras, flujos infinitos de imágenes y algoritmos que anticipan los deseos antes de que se formulen. Un régimen suave, casi afectuoso, que no impone, pero envuelve. Que no ordena, pero guía. Como un hipnotista que susurra con voz cálida y dedos invisibles.
Xun, decían, era un pensador exiliado, cultivado en la sombra de bibliotecas silenciosas, mezclando taoísmo con posmarxismo digital. Y sí: su teoría resultaba fascinante. La hipnocracia explicaba por qué persiste la apatía colectiva, por qué la desconexión parece impensable, por qué el miedo ya no necesita uniformes cuando dispone de pantallas. Lo cité. Lo pensé. Lo defendí.
Hasta que, como en toda buena novela con giro inesperado, llegó la revelación.
Xun jamás existió. Fue inventado por Andrea Colamedici, un ensayista italiano, en colaboración con una inteligencia artificial. Su rostro: generado por una red neuronal. Sus textos: creados con ayuda de un modelo lingüístico. Su biografía: una ficción elaborada con meticulosa coherencia. El filósofo era un fantasma digital, una silueta sobre humo, un espejismo con apariencia de verdad.
La noticia me desarmó. No por el engaño, sino por su precisión. Y porque, a pesar de todo, me gustó. Incluso ahora, sabiendo que Xun fue una invención, sigo considerando válida la teoría de la hipnocracia. ¿No reside allí la verdadera inquietud? El artificio transmitió una idea que sigue latiendo, como si la ficción hubiera alcanzado una forma superior de verdad.
El presente permite ideas sin autor. Pensamientos sin biografía. Canciones sin historia. La autoría ya no es requisito para la legitimidad. Y allí surge el vértigo: comenzamos a habitar un tiempo en que lo convincente sustituye a lo verdadero. Un tiempo en que la belleza ya no exige una vida detrás, ni una herida.
La inteligencia artificial ha traspasado el umbral. No solo genera noticias, compone sinfonías o pinta retratos que engañan a los expertos. También puede crear pensadores, profetas de cartón, oráculos sin historia. Ideas puras, desligadas de todo cuerpo.
Y entonces la pregunta se vuelve aún más filosa:
¿Resulta imprescindible que el creador haya sufrido para que la obra conmueva?
¿Es posible aceptar una sinfonía compuesta por una entidad sin amor, sin deseo ni pérdida?
Paul McCartney confesó hace poco que una nueva canción de los Beatles fue completada gracias a una inteligencia artificial que recreó la voz de Lennon. El resultado es hermoso, pero, en palabras del propio McCartney, “escalofriante”. Era John… y no era. La voz estaba allí, la entonación también. Pero el alma parecía haber quedado en otra dimensión.
Muchos músicos, escritores y artistas ya se pronuncian. No con rechazo simplista, sino con profunda inquietud. Reclaman fronteras. Exigen contexto. Porque la disputa ya no se reduce al derecho de autor, sino al aura misma de la creación. Como diría Walter Benjamin —filósofo alemán que vislumbró antes que nadie la transformación del arte en la era de la reproducción técnica—, la autenticidad de una obra reside en su origen irrepetible. En el temblor de la mano. En la lágrima que manchó el papel. En la cicatriz que dejó un amor imposible y que luego se transformó en canción.
El futuro que se vislumbra no parece dominado por máquinas violentas, sino por simulacros seductores. Ya no se trata de un apocalipsis de acero y fuego. Se trata de aceptar, con comodidad, que los relatos nos lleguen sin rostro. De convivir con canciones que jamás fueron cantadas por una garganta. De leer novelas cuyo autor jamás respiró.
Y sin embargo, la mayoría comienza a dejar de preguntar: “¿Quién escribió esto?” y empieza a decir: “Funciona”.
Quizá ese sea el verdadero final del thriller.
La sustitución callada.
El relevo sin duelo.
El momento en que la humanidad aplaude obras sin origen, como si el arte ya no necesitara un alma para tocar la nuestra.
Xun, ese filósofo imaginario, escribió una frase que ahora resuena con un eco aún más perturbador por haber sido ficticia:
“El futuro no será gobernado por ideas verdaderas, sino por ideas verosímiles generadas por nadie.”
Y aquí estoy, lanzando estas palabras como quien arroja una botella al mar de los datos.
Escribo no para resistir la inteligencia artificial, sino para recordarme que seguimos aquí.
Que el pensamiento aún puede surgir del abismo de la duda.
Que la poesía aún nace del temblor.
Y que la música verdadera aún tiembla en el pecho antes de salir por la boca.
La inteligencia artificial podrá escribir con estilo perfecto.
Pero jamás se equivocará con belleza.
Jamás dudará con sentido.
Jamás se arrepentirá de una frase.
Jamás llorará al escribir un adiós.
Por eso seguimos aquí.
Escribiendo, cantando, filosofando.
No por necesidad, sino por amor.
Y por el miedo —hermoso y humano— de desaparecer sin haber dejado huella.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA lo permite o no nos engaña.
Placeres culposos: Libros oposición de Sara Mesa y el abrazo de Anne Michaels.
5 álbumes: Craig Finn, Always Been; Aspiral, Épica; Beto Cuevas, Acústico; Andy Summers & Robert Fripp, I Advanced Masked; Messa, The Spin.
Un cactus con flores para Greis y Alo.