Negociar a la mexicana.
Rápidamente, varios mexicanos nos encontramos en la misma esquina del aula y sin pensarlo mucho, nos aliamos. La estrategia fue simple: acaparar el mercado, hundir los precios para desplazar a la competencia

Con algo de vergüenza comparto que hace ya algunos ayeres, cuando cursaba un posgrado en Estados Unidos, tuve una experiencia que jamás olvidé. En una de las clases de negociación, el profesor nos propuso un ejercicio: simular una negociación entre países para fijar precios y producción de petróleo. Se trataba de un juego de estrategia en el que cada equipo debía decidir cuánto producir y a qué precio vender, anticipando las jugadas de los demás.
Rápidamente, varios mexicanos nos encontramos en la misma esquina del aula y sin pensarlo mucho, nos aliamos. La estrategia fue simple: acaparar el mercado, hundir los precios para desplazar a la competencia y asegurarnos de que los demás no tuvieran otra opción más que rendirse ante nuestra supremacía petrolera. Terminamos celebrando, convencidos de nuestra astucia.
El problema fue que, al final del ejercicio, el profesor nos lanzó un balde de agua fría. “Acaban de destruir el mercado”, nos dijo con una mezcla de resignación y paciencia. “Este es un problema recurrente en los mexicanos. Piensan que negociar es ganar, es acabar con el otro. Pero negociar no es eso. Negociar es alcanzar un acuerdo que permita maximizar beneficios, resolver conflictos, optimizar recursos y construir relaciones a largo plazo. Acabar con el otro, y menos en el comercio, no es viable económicamente. A la larga, el sistema se colapsa y todos terminan perdiendo”.
Aquella lección me marcó. Desde entonces, cada vez que veo un proceso de negociación—ya sea en la política o incluso en la vida cotidiana—recuerdo aquel ejercicio y esa advertencia. Y hoy, viendo la manera en que Donald Trump entiende la negociación, me doy cuenta de que, en términos estratégicos, bien podría haber sido uno más en aquel equipo de mexicanos celebrando la destrucción del mercado.
Trump ha demostrado una y otra vez que su idea de negociar no se basa en la construcción de acuerdos, sino en la imposición de condiciones bajo amenaza. Su reciente postura en torno a los aranceles con México es un ejemplo claro de esto.
En su visión del comercio, lo importante no es fortalecer el ecosistema económico de la región, sino mostrar quién manda. Y aunque todavía no ha impuesto los aranceles que constantemente amenaza con utilizar, lo cierto es que la incertidumbre que genera con su discurso ya tiene un impacto real en las decisiones de inversión y producción.
El mismo patrón se repite en su trato con otros países. Con Canadá, su manera de negociar el T-MEC (antes NAFTA) dejó claro que no buscaba una modernización del acuerdo, sino una reestructuración de poder donde Estados Unidos dictara las reglas. Con China, su guerra comercial basada en tarifas y represalias creó una inestabilidad global que terminó afectando más a las empresas estadounidenses que a las chinas.
Pero quizá el caso más evidente de esta visión de la negociación como sometimiento se vio reflejado en su relación con Volodymyr Zelensky, presidente de Ucrania. Su política exterior con este país ha estado marcada por una constante instrumentalización del conflicto ucraniano, exigiendo concesiones políticas a cambio de apoyo militar. Y ayer, al ver a Zelensky en la Casa Blanca, sometido nuevamente a la incertidumbre de qué hará Estados Unidos, queda claro que para Trump no se trata de aliados ni de estrategias de largo plazo, sino de transacciones en las que él decide quién recibe qué, bajo sus propios términos.
Curiosamente, Trump negocia como si hubiera estado con nosotros en aquel posgrado, festejando la supuesta victoria de haber dominando el mercado sin darse cuenta de que, al final, lo había destruido. Su visión transaccional de la diplomacia y el comercio, basada en la intimidación, tiene un problema fundamental: es insostenible.
En el largo plazo, negociar de esa manera genera desconfianza, erosiona alianzas y crea inestabilidad. No es casualidad que, bajo su mandato, Estados Unidos haya visto a muchos de sus aliados tradicionales buscar acuerdos en otros frentes.
Pero, afortunadamente, no todos los mexicanos piensan que negociar es aplastar al otro. Tengo la tranquilidad de que, en las negociaciones comerciales y diplomáticas de México, hay un equipo de expertos encabezados por Marcelo Ebrard, con una visión más inteligente, sofisticada y pragmática.
El problema es que, en este caso, enfrentan un reto singular: negociar con Trump es, en esencia, negociar con sus creencias, con su instinto, con su necesidad de imponerse. Porque al final, la decisión de imponer o no aranceles pareciera que no se basará solo en datos, ni en análisis económicos, ni en las consecuencias para su propio país. Se basará en lo que Trump cree que es bueno y en aquello que contribuye en su narrativa política de hacer América Grande otra vez, y en la que él es un tiburón que solo respeta a depredadores igual o más amenazantes, a los más pequeños, se los come.
Negociar contra creencias es una de las batallas más difíciles de ganar.
Quizás, algún día, él también aprenda aquella lección que nos dio el profesor: la mejor negociación no es aquella en la que uno gana y el otro pierde, sino aquella en la que todos pueden seguir adelante e incluso pueden volverse más fuertes. ¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA y los malos negociadores aún lo permiten.
Placeres culposos: Álbum de Avantansia, here be dragons y Doves, constellations for the lonely.
Narcisos para Greis (ya mero cumple años).